El juego del retiro con mi abuelo
Relato autobiográfico a
partir de la clase del 18 de abril, con la profesora Beatriz López
Cuando era chica, veraneábamos junto con
nuestros abuelos. Íbamos a la costa, a San Bernardo, específicamente.
Mi abuelo era un inmigrante español que
había escapado de la guerra. Él hablaba
poco; pero a mí, me contaba mucho. ¡¡¡Uy, sí que me contaba!!! Tal vez, por ser
la única madrugadora de la casa, era, por puro azar, la acreedora del
privilegio de su palabra. Desayunábamos mate cocido y pan con manteca, solos él
y yo, en la privacidad de la cocina en las madrugadas de verano. Mientras todos
dormían, mi abuelo narraba para mí, una y otra vez, el juego del Palo Enjabonado. Se jugaba en la plaza
central de su pueblo. Había que trepar por un palo altísimo clavado en el
centro. Estaba todo cubierto en jabón y había que llegar hasta la punta.
Relataba que algunos, además de jabón, le ponían grasa al palo; y confesaba qué
él y su hermano, sin que los vieran, se llenaban las plantas de las medias con
tierra para resbalar menos. El remate de esta historia era, siempre, acerca de
aquel día en que ganó el torneo inter-pueblo.
Después íbamos a la playa, a buscar almejas.
Y la ceremonia comenzaba: él, de boina beige, alpargatas con medias finitas
grises y anteojos, hacía un círculo en la arena con su pala de metal. Ése era
el sector a trabajar. (Mi abuelo era un experto en detectar áreas donde había más
almejas). También era él quien comenzaba a cavar. Yo lo imitaba, con mi pala de
plástico amarilla, hasta que la arena se volvía chirla; entonces, había que
seguir con las dos manos. Empezaba lo mejor. El objetivo era sacar almejas,
pero mi abuelo me sorprendía atrapando mis dedos en el fondo de nuestro gran
pozo. O me hacía creer que había encontrado una almeja, ¡¡y era su dedo!! Durante
ese juego de las Escondidas Subterráneas nos perdíamos en el tiempo,
en la sensación de arena fría, en la briza con olor a sal, en la risa. Eso sí,
al terminar siempre tapábamos el pozo con el “chocolate derretido” en que se
había transformado la arena. “Para que nadie se caiga cuando suba la marea”,
decía el abuelo.
Un día, con su mano grande y honda en
la arena, me contó su gran secreto: que a los 18 años llegó a la Argentina escondido
en un barco, que era “eso o la guerra”, y que nunca volvió a ver a su familia. ¡Mi
abuelo tenía un talento para decir cosas terribles en un tono narrativamente
neutro…! A mis seis años, ignorante del franquismo y sus métodos, le pregunté
ingenuidad y calma certera: “¿por qué no volvés ahora? No extrañás?”. “Porque me
llevan preso si vuelvo.” “Bueno, escribile una carta a tu mamá y decile que
estás bien, que tenés una familia con nietos y todo…”, “Es que, si se enteran
en dónde estoy, me vienen a buscar. Los soldados me vienen a buscar…” Su mano en
la arena, su mirada en el mar.
Esa tarde, en la playa, jugué con mis
amigas a hacer castillos en la orilla. De repente, me reencontré con esa sensación
a tierra salina húmeda y fría. Se me ocurrió que mi abuelo, cuando buscaba
almejas, llegaba con la mano a tocar a su familia del otro lado del océano. Y
probé conocerlos. Adentré la mano, codo, y hasta hombro, en mi pozo de
“chocolate derretido”. Y ahí, cuando logré llegar al otro lado del mar, me
presenté como “la nieta de su hijo Gerardo”. Y, así, seguí jugando… a conocer
otros lugares… a imaginar otras gentes. De repente escuché la voz de mi mamá
que me llamaba, hacía gestos mostrándome un cartón de leche Cindor.
Pasaron los años y continué viajando, embriagada por un “placer infinito en esas lagunas pasajeras”*. Con el recuerdo vívido de esa mano grande, mojada
y abierta, en la profundidad de la arena.
* Jean Duvignaud, "El Juego del Juego", página 9.
L. Fabiana Parano
Es de madrugada y acabo de levantarme porque no podía dormir. Ahora tengo tantas imágenes bellísimas en la mente que me apuro a cerrar los ojos para disfrutar la ensoñación. ¡Gracias, Fabiana!
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